El acatamiento de mi derrota conllevaba numerosas penalidades. Una de ellas era mostrarme en las mayores de mis verguenzas: sin cuerpo, sin rostro, sin alma. Otra de las calamidades que habría de soportar sería instruir al pueblo con mis delitos: haber sido amigo del Diablo, haber caído en sus tentaciones y haber sido su siervo contra Dios. Mi castigo conllevaba también no ver nunca la luz del cielo, quedando encadenado a la oscuridad más absoluta, salvo un día: el Sábado Santo. Ese día se me permite salir a la calle para cumplir mi anual condena: estar a la vista de todos, recordarme la derrota en vísperas de la misma y ser objeto de burla y mofa por todo el pueblo. Pero, pese a todo, yo acepto mi destino. Pequé y blasfemé más que nadie. Utilicé al ser humano para llevar a cabo mis actos. Me introduje en centenares de almas para conseguir mis propósitos. Mentí, soborné, engañé y poseí tantos corazones que sería dificil hacer recuento. Sé que me equivoqué y que perdí, y con Justicia. Pero mi arrepentimiento no aparece visible a los ojos del mundo. Mirad mi cuerpo, mirad mis manos, mirad mi rostro, soy la Muerte, derrotada, vencida, abatida, pero también llena de arrepentimiento, bajo la Cruz de mi fracaso.
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Solo cuento con un día para que podáis perdonarme, solo uno, en el que se me permite ver la luz del cielo. Espero que algún día el mundo se apiade de mi alma, la más desgraciada de todas cuantas han nacido...
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Solo cuento con un día para que podáis perdonarme, solo uno, en el que se me permite ver la luz del cielo. Espero que algún día el mundo se apiade de mi alma, la más desgraciada de todas cuantas han nacido...
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