



El libro de mis tristes memorias quiere abrirse de nuevo para confesarse ante vosotros. Por ello, debo remontarme por segunda vez al tiempo de mi falsa eternidad, al tiempo de mis fatales creencias y mis negras adoraciones. Tiempo aquel en el que empleé toda la malicia que el Diablo me colocó dentro y en el cual cometí todo tipo de atrocidades.
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Escarvando en las heridas del alma, me ensañé con la Madre de Cristo. Pensé y medité: María debía ser presa facil. Suponía que se derrumbaría con facilidad ante tanto quebranto e imaginé que su fragilidad me serviría aún más para desmoralizar a su amado Hijo en la causa de su Pasión y Muerte. Si me ensañaba con Ella y lograba destrozarla moralmente, el dolor de su Hijo sería aún mayor y quizás el derrumbamiento de su Imperio se vería más acelerado. De este modo, inventé profundas dosis de angustia, elaboré dolorosos unguentos de amargura, de llanto y de soledad, y preparé escenas a tiempo real para que la propia Madre encontrase delante de sus ojos los momentos más atroces que el corazón de una Madre puede encontrar a lo largo de una vida: el camino lento y pausado hacia la muerte de su Hijo.
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En tan solo doce horas hice padecer a la Madre de Cristo los peores tormentos que pueden soportarse. Quise hacerle perder la fe e introduje en su corazón enormes dosis de desamparo y abandono. La hundí en la angustia más indeseable y le hice contemplar las amarguras de su Hijo. Le hice asistir a la traición del pueblo, aquella mañana de Viernes Santo, en que Pilatos se lavó las manos y dejó a la suerte de los asesinos, mis asesinos, la vida de Jesús.
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La hice asistir a la carga de cruz de Cristo y a su conducción hasta el monte de mi reino. Le hice ver cada caída en el camino, y hasta le acerqué a sus manos el rostro desfigurado de su Hijo en una de las escalonadas calles de la vieja y pecaminosa Jerusalén. La puse en el sitio adecuado para que contemplase de cerca mi poder, haciendo clavar en el madero al que venía a vencerme para siempre. Hice de cada clavo un puñal nuevo en el corazón de la Madre y por unos instantes sentí regocijo en mi maldita gloria de fuego... Pobre de mí... Cuánto engaño...
.De nuevo fracasé... Nunca ví un Amor tan grande, ni a una Madre tan profundamente entregada a la causa de su Hijo. No me valieron mis dotes de maestro del dolor, ni mis inyecciones de tormento, nada, porque todo acabó sucumbiendo ante la Pureza de María en el Amor hacia su Hijo. Sí, lloró amargamente, pidió a Dios clemencia para su dolor, pero amó tanto a su Hijo que hasta después de su muerte quedó abrazado a su cuerpo igual que hiciera en Belén al verlo nacer de sus entrañas virginales.
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Volví a perder y hoy me confieso ante vosotros de mi derrota y de mis calamidades. De nuevo, caí al suelo y fuí aplastado. Sentí en mi negro corazón la carencia absoluta del amor de una madre, que me abrazase y me hiciera sentir dichoso ante los ojos del mundo. Como Él... ¡Maldita la envidia que me embargó!. Mi destino fue escrito de tal manera que yo no había nacido para eso, de ahí que mi desgracia sea aún mayor. Hoy siento el desprecio del mundo en mi pecho y el rechazo de Dios en toda su magnitud y no adivino en mi pobre destino ningún signo de perdón... Y con ello vivo en la negrura de mis días, con el yugo de mis pecados al cuello, victima de mí mismo en la historia de mi oscuro firmamento y de mi tenebrosa soledad...
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