Condenado a no contemplar sus atardeceres

Mi cuerpo carece de piel para poder palpar el terciopelo. Mi cuerpo carece de olfato para poder sentir la dulce bocanada de una nube de incienso. Mi cuerpo carece de pupilas para poder contemplar los hermosos atardeceres de esta ciudad de la belleza. Mi condena es tan dura, que no tiene siquiera un momento de respiro.
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Yo, que conocí la primavera en su estado más esplendoroso, y que sentí cómo cambiaba el aire cuando se acercaba el Domingo de Ramos, dejé de hacerlo cuando el Diablo se adentró en mi ser y exprimió mi existencia con su soborno y sus engaños. A partir de entonces, nunca más pude saborear una mañana de primavera en el Barrio de Santa Cruz, ni pude sonreir a los niños que salían con la Borriquita, ni pude llorar jamás con la Virgen de la Amargura, porque el Diablo me había secado los ojos para siempre y me había robado las lágrimas... Fuí condenado a no ver nunca más una atardecida en la calle Betis, ni a renovar mis esperanzas en la calle Pureza, ni a soñar con el Puente una tarde de Viernes Santo, ni a ver la Giralda una mañana de Corpus, ni a ver a la Torre del Oro reflejada en el Guadalquivir... ¿Por qué vendería mi alma al Diablo?. Ahí se acabó mi vida y ahora soy como un tronco seco y podrido que nada siente y nada padece.
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Insensible a la vida que pasa frente a mi, pero sabedor y consciente de todo cuanto sucede. Esa es mi condena. Sin piel, sin aromas, sin paisajes que admirar ni musicas que oir... ¿Se puede estar en Sevilla sin verla, palparla, oirla y sentirla durante su Semana Santa?. Condenado estoy a ello por haber vendido mi alma al Diablo. Acuerdense de ello cuando me observen pasar ante sus ojos la noche del Sábado Santo. Quizás me miren de otra manera.

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