Historia de mí mismo

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Nací en el año 1693, después de que fuera desterrado del Purgatorio. Mi cuerpo fue recompuesto para habitar de nuevo en este mundo por un hombre llamado Antonio de Quirós. Desde aquel año, mi condena pasó de ser una vida en la penumbra solitaria del Purgatorio a sentir la vergüenza y el fracaso continuo al pié de la Santa Cruz. Solo cuando mi esqueleto fue descuartizado con la invasión francesa y guardado a trozos en un cajón, dejé de sentir por unos años la burla que sobre mi se cernía cuando salía a las calles de la ciudad.
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Sin embargo, tras aquel parentesis, un ángel mandado por el Señor, llamado Juan de Astorga, se encargaría de sacarme de aquel baúl y recompondría mi cuerpo para hacerme volver al padecimiento de la vergüenza por las calles de la Sevilla. Nunca olvidaré aquel año de 1829, cuando después de mi letargo tuve que despertar de nuevo para soportar la humillación del pueblo...
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Hicieron de mí carne de risas y burlas. Colocaron en mis quebradizos dedos la guadaña del infierno y enroscaron a mi cuello la humillante frase de mi derrota, colgada del madero sobre un paño negro de luctuoso adiós a mi ser. Años más tarde, con el estreno del paso gótico en el que voy expiando mis culpas, volvieron a martirizarme enroscando a mis pies largas tiras de hiedra, que van atandome el cuerpo y me intentan empujar al abismo de los infiernos.
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He experimentado nuevos castigos por mis actos. Tan es así, que hasta la lúgubre luz de los hachones del paso al que me suben, queda por encima de mi cráneo, condenandome irremediablemente a la misma penumbra que habité en la sepultura de mi espiritu, mucho tiempo atrás. E incluso el llamador del paso esconden en virtud de la vergüenza que sienten por estar a mi lado a través de las calles de la Sevilla.
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Pero mi terror se agudiza aún más cuando he de soportar los gritos desgarradores de las gárgolas catedralicias... Se trata de uno de los mayores tormentos que he de soportar. Gritos de almas que vagan en el aire por mis actos, quejidos de espiritus que yo mandé al infierno, y que las gárgolas lanzan hacia mí como puñales de fuego encendidos...
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Así nací y esta es mi vida. Cuento los días para que el suplicio acabe de la forma que Dios estime conveniente y necesaria. Pero que acabe cuanto antes, que acabe...

Derrotado ante el Amor de la Madre...





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El libro de mis tristes memorias quiere abrirse de nuevo para confesarse ante vosotros. Por ello, debo remontarme por segunda vez al tiempo de mi falsa eternidad, al tiempo de mis fatales creencias y mis negras adoraciones. Tiempo aquel en el que empleé toda la malicia que el Diablo me colocó dentro y en el cual cometí todo tipo de atrocidades.
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Escarvando en las heridas del alma, me ensañé con la Madre de Cristo. Pensé y medité: María debía ser presa facil. Suponía que se derrumbaría con facilidad ante tanto quebranto e imaginé que su fragilidad me serviría aún más para desmoralizar a su amado Hijo en la causa de su Pasión y Muerte. Si me ensañaba con Ella y lograba destrozarla moralmente, el dolor de su Hijo sería aún mayor y quizás el derrumbamiento de su Imperio se vería más acelerado. De este modo, inventé profundas dosis de angustia, elaboré dolorosos unguentos de amargura, de llanto y de soledad, y preparé escenas a tiempo real para que la propia Madre encontrase delante de sus ojos los momentos más atroces que el corazón de una Madre puede encontrar a lo largo de una vida: el camino lento y pausado hacia la muerte de su Hijo.
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En tan solo doce horas hice padecer a la Madre de Cristo los peores tormentos que pueden soportarse. Quise hacerle perder la fe e introduje en su corazón enormes dosis de desamparo y abandono. La hundí en la angustia más indeseable y le hice contemplar las amarguras de su Hijo. Le hice asistir a la traición del pueblo, aquella mañana de Viernes Santo, en que Pilatos se lavó las manos y dejó a la suerte de los asesinos, mis asesinos, la vida de Jesús.
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La hice asistir a la carga de cruz de Cristo y a su conducción hasta el monte de mi reino. Le hice ver cada caída en el camino, y hasta le acerqué a sus manos el rostro desfigurado de su Hijo en una de las escalonadas calles de la vieja y pecaminosa Jerusalén. La puse en el sitio adecuado para que contemplase de cerca mi poder, haciendo clavar en el madero al que venía a vencerme para siempre. Hice de cada clavo un puñal nuevo en el corazón de la Madre y por unos instantes sentí regocijo en mi maldita gloria de fuego... Pobre de mí... Cuánto engaño...
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De nuevo fracasé... Nunca ví un Amor tan grande, ni a una Madre tan profundamente entregada a la causa de su Hijo. No me valieron mis dotes de maestro del dolor, ni mis inyecciones de tormento, nada, porque todo acabó sucumbiendo ante la Pureza de María en el Amor hacia su Hijo. Sí, lloró amargamente, pidió a Dios clemencia para su dolor, pero amó tanto a su Hijo que hasta después de su muerte quedó abrazado a su cuerpo igual que hiciera en Belén al verlo nacer de sus entrañas virginales.
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Volví a perder y hoy me confieso ante vosotros de mi derrota y de mis calamidades. De nuevo, caí al suelo y fuí aplastado. Sentí en mi negro corazón la carencia absoluta del amor de una madre, que me abrazase y me hiciera sentir dichoso ante los ojos del mundo. Como Él... ¡Maldita la envidia que me embargó!. Mi destino fue escrito de tal manera que yo no había nacido para eso, de ahí que mi desgracia sea aún mayor. Hoy siento el desprecio del mundo en mi pecho y el rechazo de Dios en toda su magnitud y no adivino en mi pobre destino ningún signo de perdón... Y con ello vivo en la negrura de mis días, con el yugo de mis pecados al cuello, victima de mí mismo en la historia de mi oscuro firmamento y de mi tenebrosa soledad...

Solo un día para ver la luz...

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El acatamiento de mi derrota conllevaba numerosas penalidades. Una de ellas era mostrarme en las mayores de mis verguenzas: sin cuerpo, sin rostro, sin alma. Otra de las calamidades que habría de soportar sería instruir al pueblo con mis delitos: haber sido amigo del Diablo, haber caído en sus tentaciones y haber sido su siervo contra Dios. Mi castigo conllevaba también no ver nunca la luz del cielo, quedando encadenado a la oscuridad más absoluta, salvo un día: el Sábado Santo. Ese día se me permite salir a la calle para cumplir mi anual condena: estar a la vista de todos, recordarme la derrota en vísperas de la misma y ser objeto de burla y mofa por todo el pueblo. Pero, pese a todo, yo acepto mi destino. Pequé y blasfemé más que nadie. Utilicé al ser humano para llevar a cabo mis actos. Me introduje en centenares de almas para conseguir mis propósitos. Mentí, soborné, engañé y poseí tantos corazones que sería dificil hacer recuento. Sé que me equivoqué y que perdí, y con Justicia. Pero mi arrepentimiento no aparece visible a los ojos del mundo. Mirad mi cuerpo, mirad mis manos, mirad mi rostro, soy la Muerte, derrotada, vencida, abatida, pero también llena de arrepentimiento, bajo la Cruz de mi fracaso.
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Solo cuento con un día para que podáis perdonarme, solo uno, en el que se me permite ver la luz del cielo. Espero que algún día el mundo se apiade de mi alma, la más desgraciada de todas cuantas han nacido...

Dios en la calle...






Condenado a no contemplar sus atardeceres

Mi cuerpo carece de piel para poder palpar el terciopelo. Mi cuerpo carece de olfato para poder sentir la dulce bocanada de una nube de incienso. Mi cuerpo carece de pupilas para poder contemplar los hermosos atardeceres de esta ciudad de la belleza. Mi condena es tan dura, que no tiene siquiera un momento de respiro.
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Yo, que conocí la primavera en su estado más esplendoroso, y que sentí cómo cambiaba el aire cuando se acercaba el Domingo de Ramos, dejé de hacerlo cuando el Diablo se adentró en mi ser y exprimió mi existencia con su soborno y sus engaños. A partir de entonces, nunca más pude saborear una mañana de primavera en el Barrio de Santa Cruz, ni pude sonreir a los niños que salían con la Borriquita, ni pude llorar jamás con la Virgen de la Amargura, porque el Diablo me había secado los ojos para siempre y me había robado las lágrimas... Fuí condenado a no ver nunca más una atardecida en la calle Betis, ni a renovar mis esperanzas en la calle Pureza, ni a soñar con el Puente una tarde de Viernes Santo, ni a ver la Giralda una mañana de Corpus, ni a ver a la Torre del Oro reflejada en el Guadalquivir... ¿Por qué vendería mi alma al Diablo?. Ahí se acabó mi vida y ahora soy como un tronco seco y podrido que nada siente y nada padece.
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Insensible a la vida que pasa frente a mi, pero sabedor y consciente de todo cuanto sucede. Esa es mi condena. Sin piel, sin aromas, sin paisajes que admirar ni musicas que oir... ¿Se puede estar en Sevilla sin verla, palparla, oirla y sentirla durante su Semana Santa?. Condenado estoy a ello por haber vendido mi alma al Diablo. Acuerdense de ello cuando me observen pasar ante sus ojos la noche del Sábado Santo. Quizás me miren de otra manera.

Derrotado en el Amor del Hijo


Mis memorias quieren comenzar en la derrota de mi ser, con todas sus consecuencias. Me confieso ante Dios y ante la Humanidad por mis actos impuros y de concentrada maldad sin limites. Este ha de ser el camino para encontrar mi perdón y lo acepto por completo.
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En aquel tiempo, me vendí al Diablo por hayar un reino para mi solo. Para alcanzarlo, tenía que tomar el cuerpo del Hijo de Dios y sepultarlo para siempre. A sabiendas de su venida al mundo, pensé que si se hacía Hombre padecería y moriría como tal, sin tapujos, y de mi dependería su óbito total para siempre. Maldita serpiente... Después de haber cometido mil pecados condenatorios para toda la eternidad, fracasé... No podía ser de otro modo. Cuando el alma se alinea a la altura del engaño, la mentira y el odio, los pilares que lo sostienen se desvanecen con un simple soplo de aire puro.
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Yo logré hacer de Judas el instrumento perfecto de la traición; hice de Getsemaní la oscura cueva del delito; utilicé a los escribas y fariseos para apresar a Cristo en medio de la noche; quebré de dudas y cobardía el corazón de Pilatos y me encarné en los verdugos para clavar en la Cruz al que Satanás quería ver muerto para siempre... Y así lo hice...
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Tres días saboreé mi triunfo maldito. Cuando oí que Judas se había ahorcado y que mi mano no estuvo allí, sentí en mi cuerpo la misma traición que Cristo había saboreado en el Huerto de los Olivos. Satanás me abandonó sabedor de mi rotundo fracaso. A la mañana del tercer día Cristo resucitó, y la Muerte de la que yo era siervo me llevó consigo a la tumba...
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A partir de entonces comprendí el Amor del Hijo en la entrega de Cruz. Comprendí sus silencios, su obediencia, su camino hacia el Calvario sin oponer ni un gesto de resistencia. Él sabía que su Padre nunca lo abandonaría, porque cuando el abrazo es sincero, los pilares son fuertes e inquebrantables. Y los suyos eran los más fuertes que nunca he visto.
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Mi derrota fue absoluta y quizás la más aplastante de todas cuantas sufrí. Mi amargura no es saberme derrotado, sino haberme enfrentado a Cristo, sin haberle conocido ni escuchado... Mi tormento es haberme creído dios cuando Dios solo hay uno y haber querido destronarlo siendo Rey que gobierna con los valores infranqueables de la Verdad y la Justicia infinita.
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Esta es mi primera memoria, mi primera derrota. De ella quedo confesado ante vosotros.

Sin destino en el tiempo...

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Soy yo, sí, pueden creerme, no les engaño. Soy "la Canina", así me llaman, espero que con cierto cariño, aunque no las tengo todas conmigo. Tras mi derrota, aguardo día tras día la remisión de mis pecados, con esta guadaña en mano que tanto detesto y que me siguen haciendo sostener como castigo a mis pecados. Sentado sobre una gran bola, me hacen recordar las viejas miserias que me rodearon un día y que yo vertí sobre el mundo, en aquel tiempo en que mi alma estuvo poseída por el demonio. Nada puedo hacer más que esperar y esperar a que llegue el día de mi perdón.
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Y aquí me veis. No engaño a nadie. Conmigo habita la soledad y el olvido. He experimentado los siete pecados capitales de la misma manera que hice extenderlos por el mundo. He sentido las miserias y penalidades del ser humano. He sentido todo cuanto les hice sentir a cada uno de ellos, atormentandolos día tras día sin descanso alguno... Y perdí... Cuando creí ganado el mundo que Satanás me hubo prometido, desapareció... Y la Muerte que creía invencible se ensañó conmigo al tercer día... Ahora ni siquiera las ratas se acercan a mi... Y aquí habito, en medio de una amarga espera de nada, de nadie, sin destino, sin rumbo. Condenado al destierro, sin destino posible, sin tiempo, en la nada más cruel... ¿qué será de mi?...
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Ya no me queda nada más que esperar y esperar el día del perdón. Mientras, seguiré aquí, sin alma, expuesto a la verguenza de todos, consumiendome día tras día bajo la Cruz a la que tanto ofendí y tanto blasfemé... Hoy quisiera abrazarme a ella con todas mis fuerzas. Sé que si ha de venir algún perdón, vendrá de ella. Y hoy, aún sigo escondiendo cierta esperanza en lograrlo. Sueño con un corazón nuevo, que hará de este esqueleto triste y nauseabundo una persona nueva, que ha encontrado en la derrota y en el abandono más terrible, el camino de la Verdad absoluta... Hoy maldigo a la serpiente que compró mi alma y que juro decapitar con la misma guadaña que me dió por cetro...

Quiero empezar este espacio a modo de memoria de una vida de siglos encadenada a la soledad más indeseable. La experiencia cosechada a través del tiempo y mi vagar a través de las almas del ser humano me han enseñado muchisimas cosas. Por eso, hoy, en busca de esa remisión que anhelo de mis pecados, quiero empezar este blog con el que enseñarles mis memorias, mis experiencias y mis recuerdos, porque yo, pese a que mi figura os auyente, también un día sentí, viví y tuve mis ilusiones como cualquiera de vosotros. No os pido nada, no puedo hacerlo, ni me atrevo. Pero sí quiero que sepan, que cuando mi tétrica figura pase ante vosotros, sabed que en ese esqueleto consumido, atormentado y abatido, también pasa un alma pecadora que está pagando su condena desde tiempo inmemorial y que anhela profundamente el perdón de Dios y de todo el género humano. Que tire la primera piedra quien esté libre de pecado, ¿no es así?... Apiadense de mi, ayudenme a recuperar el corazón que perdí... Que si un día vendí mi alma al diablo, hoy, arrepentido de todo el mal que hice, quiero recuperarla para siempre y de esa manera desterrar la amargura que padezco por mis culpas, por mis defectos y mis pecados...

Hoy empieza Mors Mortem Superavit, la Muerte venció a la Muerte, punto donde nació mi tormento, dejen que hoy acabe para siempre... Se lo pide un alma arrepentida, de la que se mofan cuando pasa y que vive condenada al suplicio del olvido...